En el centro de la ciudad, donde las ratas hacen vida entre contenedores y altos edificios que absorben la poca luz que queda en el mundo, vive Pablo en su torre.
Torre de oscuras cristaleras, base de hierro, y menos vida que la luna, que hace ya bastantes años se cansó de trabajar, y en un acto desesperado por morir estalló, descomponiéndose en pequeños fragmentos que al frotar con la atmósfera creo una de los momentos más preciosos de la era, habiendo siete noches enteras de lluvias de estrellas.
Pablo casi siempre vivía con las persianas bajadas, pues estaba tan acostumbrado a la falta de luz, como lo podían estar los gusanos que viven el suelo, de los cuales se alimenta. Realmente él no conocía a nadie que hubiese experimentado eso que llamaban día, eso que llamaban sol. Simplemente conocía los pocos rayos que entraban de una de los nuevos soles a través de la capa de humo, niebla y desesperación que cubría a la tierra.
Un día de aburrimiento, Pablo decidió subir las persianas y así con un poco de suerte, y un poco más de luz de lo habitual, probar los prismáticos que le regalo su abuelo antes de su muerte.
Arrastrando los pies, y el alma, fue hacia el lado opuesto de la habitación y poco a poco fue tirando de la correa hasta su tope.
Tenía suerte había un poco de luz, así que sacó los prismáticos y se dispuso a mirar aquel paisaje urbano.
Entre torres de hormigón, hierro y soledad encontró una ventana abierta y a una chica saludándole con la mano, y observándole a el también.
Este fue el comienzo de una gran historia, la historia de lo que desde ese día iba a ser su infierno.
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